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Oda al tomate

Sentada en una mesa, entre un romero imponente y el ancestral papiro, el vapor del guiso y la salsa te atrapa con el dulce olor del tomate. Pomodoro derretido en mantequilla, con aceite de oliva, al fogón directo o al horno, se deshace entregando sus jugos y liberándose de sí para ser parte de nosotros. Lo respiras como si fuese un olor nuevo para tus sentidos, sin embargo, lo conoces. Piensas en él un instante, abres los ojos y corre por todas partes: en el Polpette al gratín, en la Caprese, en la Puttanesca, en la pizza Pepperoni, Bufala, Diavola, Parma, Veggie…

Tomate fresco - ILNONNO Trattoria de Barrio

Te dejas cautivar por su luz. Todo alrededor se hace rojo tomate, redondo, como su historia circular. Su partida trasatlántica a tierras áridas medievales y su regreso a la tierra que le corresponde, engalanado de emperador europeo, aunque con aroma de cacique Nahuatl.

La Pomi d'oro, como se le conoció en Italia, es la historia de una dulce invasión, una que inicia en nuestros andes y retorna con corona. Es la historia de un viajero indocumentado convertido en rey de la cocina mediterránea, para al final volver como extranjero y recordarnos que su dominio por el mundo fue primero el dominio de nuestros ancestros sobre su esencia. Piensas con una sonrisa, xīctomatl vestido de seda.

Te tomas una Crema de Tomate: una cocción lenta de tomates con queso mozzarella, croutones de focaccia y pesto de albahaca. Te detienes en cada cucharada y contemplas sus texturas, su noble poder de permitir ser a otros sin dejar de ser sí misma.

El tomate llega desde los andes hasta el hoy llamado México. Allí es dominado. Su cultivo se extiende por toda la cordillera, pasando por la Amazonía; y de una planta silvestre reverbera una gran variedad de semillas con frutos tan ricos y diversos como las cosmovisiones indígenas.

Bernardino de Sahagún en su libro Historia general de las cosas de Nueva España documentó una extraordinaria diversidad en el mercado de Tenochtitlán: tomates grandes, pequeños, tomates de hoja, tomates dulces, tomates serpiente grandes, tomates en forma de pezón, tomates en todos los colores desde el rojo más brillante hasta el amarillo más profundo: jitomate común, coaxitomatl (color serpiente), chichioalxitomatl (forma de mamila), miltomatl (tomate de milpa), izoatomatl (tomate de hoja), tomapitzaoac (tomate delgado), tomatl in tzopelic (tomate dulce), coatomatl (color serpiente), coyotomatl (color coyote), y xaltomatl.

Sus preparaciones eran diversas y ricas, con mezclas de cebollas, pimientos y chiles. Un universo que llegó entre las maletas de botánicos españoles e italianos a suelo europeo, en semillas exóticas.

Su auge no fue posible sino 200 años después de su llegada. Y como una clásica historia popular europea, fue primero un sapo que se volvió príncipe, después de un beso de sabor.

El tomate, llamado por los franceses como pomme d'amour, fue una planta silvestre, con poderes afrodisiacos (evidentemente rechazado por la institución eclesiástica de la época) que crecía ornamental en los jardines imperiales. Fruta exótica, estimulante del pecado, era incomible. En Alemania, por tratarse de una planta de la familia de las solanáceas, se le atribuyeron propiedades tan curiosas como la de producir demencia, por lo que se le adjudicó el nombre de tollapfel o manzana loca. El término alemán toll, en alemán histórico, es la raíz de donde proviene la palabra tomate y antiguamente designaba a la belladona (Tollkirsche), la cual era conocida desde el Medievo por su efecto "unsinnig und tollmachende" enloquecedor y que vuelve loco.

En el siglo XVIII alcanzó su desprestigio más alto. Los tomates ganaron reputación como una fruta venenosa, tanto que fueron apodados "manzanas envenenadas". Los europeos acomodados tenían la costumbre de comer en platos de peltre, hechos con una alta concentración de plomo. Debido a que los tomates tienen tanta acidez, cuando se colocaban en esta vajilla particular, la fruta filtraría el plomo del plato, lo que provocaba muchas muertes por envenenamiento por plomo. Esta ironía histórica muestra cómo la riqueza se convirtió en veneno: mientras los campesinos, que comían en platos de barro, podían consumir tomates sin problemas, los aristócratas morían envenenados por su propia opulencia.

Sin embargo, el tomate demostró que los prejuicios alimentarios pueden ser vencidos por la persistencia del sabor. España fue la primera puerta de entrada, y paradójicamente, la más receptiva. Los españoles no vieron al tomate como algo completamente nuevo, sino como un sustituto del agraz. La acidez familiar del agraz medieval encontraba un eco en la acidez del tomate, pero con una diferencia crucial: color, dulzura y complejidad de sabor.

Luego, Italia. Posterior a la primera receta de salsa napolitana publicada en 1692 nuestro fruto con ombligo operó en un cambio social gastronómico: lo que comenzó como alimento de pobres terminó conquistando las mesas aristocráticas. Esta inversión social era inédita en la historia culinaria europea.


Salsa napolitana - IL NONNO Trattoria de Barrio

Un golpe indígena a la boca de los virreinatos, una lenta revolución organoléptica. Los platos medievales se vistieron de color rojo, en un lienzo que permitía integrar la diversidad árida del mediterráneo con el dulzor propio de nuestras tierras. Una sinfonía en rojo que cambio el olor, la textura y el color de la culinaria para siempre. De colores pardos, dorados, grises de las salsas de agraz y vinagre; de sabores agrios punzantes, híper especiados, agridulces artificiales; de texturas líquidas ácidas, sin cuerpo natural y aromas de especias dominantes y vinagres penetrantes cambio a colores rojos brillantes, naranjas vibrantes, carmesíes profundos; sabores de umami natural, equilibrio de ácido-dulce y complejidad frutal; de texturas carnosas, envolventes, cremosas sin artificios y aromas frescos, terrosos, dulces y herbáceos.

El tomate no solo cambió el sabor de Europa, cambió su paleta de colores, su concepto de la acidez, su relación con lo natural y su identidad gastronómica. En tres siglos, logró lo que pocos ingredientes han conseguido: redefinir una civilización culinaria.

Y su regreso, entre los migrantes italianos a nuestras costas colombianas se sumergió hasta lo profundo de nuestras regiones, mezclándose, creciendo entre hogaos y guisos criollos, combinándose ahora con pastas de todo tipo, transformándose nuevamente, siempre noble, y volviéndose parte de nuestra mesa cotidiana. El tomate, transformado por Europa durante tres siglos, regresó aquí como agente de recolonización gastronómica, generando una paradoja identitaria culinaria donde las cocinas americanas adoptaron como "auténticas" las preparaciones europeas de su propio ingrediente ancestral.


Te tomas la última cucharada de tu crema, sorbes con profundidad, para adentrarte en esta mezcla perfecta y equilibrada. Tal vez, piensas, el tomate logró lo que, con tanto esfuerzo, desde el encuentro de dos mundos, nuestros ancestros desearon: un encuentro en el que todos y cada uno de nosotros pudiera ser y estar. 

Sonríes nuevamente, te limpias con una suave servilleta y un color rojo aparece: escribes en ella los últimos versos de un poema de Pablo Neruda:

“El tomate, astro de tierra, estrella repetida y fecunda… nos entrega el regalo de su color fogoso y la totalidad de su frescura”

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